John observaba a Susan cada día, desde la posición elevada de su casa, le parecía una criatura delicada e indescifrable, digna de ser amada, pero lo más curioso de todo, para él sin duda, era ese affair desmesurado y natural que tenía con el astro rey.
Cada
mediodía salía a tomar en respiro al jardín y miraba hacia el sol con
ahínco, durante efímeros segundos a John le parecía que el sol crecía
para que Susan lo viera, tanto es así que empezó a estudiar el fenómeno
en secreto, porque sabía que era improbable que nadie pudiese apreciar
el misterio que no le era imperceptible a sus ojos.
Al
principio lo hacia tímidamente, tratando de almacenar en su retina
aquel espectáculo tan sublime, y poco a poco empezó a observar
distancias, a usar referencias, a trabajar con cálculos, a manejar cada vez
fórmulas y mediciones tan complejas que le permitieran desentrañar cual
era el baile real que el sol danzaba para Susan.
Así
que encontró una extraña afición que era pintar cada mediodía la
posición que lucía el sol para Susan, como si sólo apareciese para ella,
como si iluminar sus rizos dorados fuera el secreto de la vida, de la
naturaleza, el motor que hacía que la maquinaria estuviese funcionando.
El
sol era fiel a su amada, incluso en los peores días del año, se podía
atisbar su poder a través de las nubes más cerradas, de la niebla más
densa, su amor por Susan era tal, que jamás faltaba a su cometido de
brillar para ella y escupir un tenue rastro de luz que se tornaba fuego
denso algún día de verano como el que escupe un dragón enfurecido por
ver que lo atacan y aparecía como un último suspiro los días de invierno
como si estuviese agonizando y Susan fuese la última cosa que fuera a
recibir su calor y a alimentar sus ojos.
En
invierno, era tan dificil la empresa en la que el sol se había embarcado,
que John comenzó a imaginar que se trataba de una auténtica tragicomedia
griega, en la que él, muere en un vano intento por salvar la vida de ella,
con la eterna promesa de que en la otra vida permaneceran juntos para
siempre.
Susan
seguía con su moño de trigo, tan bello cada día del invierno y envuelta
en un grueso mantón que la cobijaba, seguia siendo leal a su eterna
cita, mientras él, débil pero imperturbable aparecía tímido con todo
cuanto tenía, con un amor desinteresado, ese que renuncia al orgullo, a
la soberbia, a los pecados mas viles en pos de un entrega limpia que
engrandece el alma, ese que sacrifica el propio bienestar y se da al otro sin fisuras, sin oquedades, sin resquicios, sin miedo...
Lo
que John por aquel entonces no sabía, era que a medida que pasaban los
días, las semanas y los meses, había ido regando y alimentando una
semilla que llego a su corazón la primera vez que habló con Susan cuando
regresó de sus estudios en Cambridge.
Aquella
sonrisa de miel impregnó todo cuanto había a su paso, inclusó un
mortífero dardo que Cupido ancló para siempre en su corazón, y fue
envenenando el resto de su cuerpo como aquella humedad que te cala hasta
los huesos sin otro amparo que odiar al mismo Sol por quererla y
estudiar sus movimientos convencido de que podría matarlo por ganas si
se pudiese acercar lo suficiente a él como para apagarlo con toda el
agua que necesitase.
Susan
era ajena a todo aquello, era solo una muchacha risueña que cada
mediodía salía unos pocos minutos a tomar aire para sobrellevar mejor la
vida que le había tocado, no era consciente de que nadie pretendiese su
atención y mucho menos que uno de aquellos feroces rivales fuese aquella
preciosa estrella de la mañana como ella llamaba al Sol.
No
fue hasta la primavera siguiente cuando ya había pasado mas de un año
de su meticuloso estudio, cuando John comenzó a querer interrumpir la
escena de su para aquel entonces amada, y se hacia notar en el jardín a
la misma hora a la que Susan y el Sol se amaban secretamente. El destino
comenzo a girar la ruleta del azar de forma lenta y precisa, y
transcurridas varias semanas, Susan no salia a tomar el aire, salía a
hablar con John, John no salía a observar a Susan ni a dibujar la
posición del sol, salía a reunirse con la que sentía que sería la madre
de sus hijos, la luz de su vida.
Y
entre tazas de té, y conversaciones sobre números y literatura
transcurrió un delicado y romántico noviazgo que casi en la primavera de 1645 se plasmó en una aun más romántica boda, en la que el Sol brilló con más fuerza y mas tesón que nunca, como si quisiera que sólo esa estampa se viera, que solo Susan brillara por siempre jamás"
Hoy se sube a la pasarela de Chis and Bru, Marina de Grecia y Dinamarca, princesa real y Duquesa de Kent hasta su fallecimiento en 1968, precursora del uso del típico sombrero pillbox, marcó un antes y un después entre la realeza británica, su porte estiloso y su sencillez no debaja indiferente al pueblo, incluso sustituyendo a la reina en numerosos asuntos de estado, como los actos por la independencia de Bostwana, cuyó país le dedicó un hospital en la capital con su nombre.
De linaje real más que ninguna otra de las princesas consorte, bisnieta de zares y nieta de reyes, ha sido la última princesa extranjera que ha entrado en la familia real británica.
Luce en esta ocasión protocolariamente para cena de gala, un maravilloso dos piezas: corsé en satén blanco liso y falda de raso negra con estrellas en plata bordadas a mano, con fajín en raso negro con las hojas de acanto de la Grecia Clásica de la que proviene bordadas en plata a juego con la cartera de mano, salones negros, la banda de la Orden del Real Imperio Británico y la famosa tiara London Fringe que le fue regalada en sus nupcias en 1934 por la ciudad de Londres, compuesta por diamantes engarzados en Oro y Plata
En 1656, Johan Wallis se percató dando forma a su obra Aritmética Infinitorum de que las matemáticas necesitaban plasmar una representación visual del concepto de infinito para sus cálculos. Así como las fórmulas más complejas se le tornaban sencillas, lo cierto era que su imaginación no era lo suficientemente fluida como para encontrar el dibujo preciso para sugerir semejante cosa.
Una tarde de verano en aquel jardin de Kent que lo vio enamorarse, Johan Wallis recordo el moño de Susan y los juegos de luces que el sol hacía para ella cada día, y rebuscando entre sus viajos papeles con aquel recuerdo en su mente, encontró todos los cálculos que le ayudaron a desentrañar la danza del sol, y el dibujo que trazaban todas sus posiciones durante todo un año era casi una perfecta lemniscata, un ocho tumbado.
John Wallis sonrió y besó a Susan en la frente...ante la creciente expectación de ella..el gritó¨: "Susan!, lo tengo! he encontrado el infinito" Y ella replicó¨: "Pero John, es inalcanzable...¿Dónde estaba?".
"Lo tenias tú Susan, siempre lo tuviste tú. Estaba en los reflejos de tu moño, en la danza que el Sol hacía sólo para tí cada día, en mi observándote embobado cada mañana...en el amor que siento por tí ¿Qué otra cosa puede haber más infinita que esa?"
Desde 1656, matemáticamente el infinito ha sido representado con una lemniscata que bien recuerda al analema del Sol, que es la curva que describe la posición del Sol si se observa durante un año siempre a la misma hora. Se desconocen a día de hoy los motivos que llevaron a Johan Wallis a elegir ese símbolo y no otro. Algunas teorias afirman que se trata de un analema, otras que proviene de algunas representacions del Ouroboros, otras incluso hablan de alquimia y otra suerte de simbologías extrañas, mi teoría es que la clave estaba en Susan Glyde, su esposa, y en su moño dorado al que caprichosamente acariciaba el sol.
Hasta la próxima muñeca!
Qué historia más bonita...
ResponderEliminarMuchas gracias! 😊
EliminarQué historia más preciosa, y qué curioso lo del Analema! No sabía ni que eso tenía nombre, pero bien podría tener su origen en esa historia tan bonita. De aquí a un concurso de micro relatos. ;-)
ResponderEliminarSi que es curioso si, yo tampoco sabía que lo tuviera...
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